Quitarse la máscara: de la supervivencia social a la revolución de la autenticidad

Picture of Rafa Peiró

Rafa Peiró

Consultor y Formador. Diplomado Profesional en Mindfulness. Director de "Talentos en Equipo". Autor de los libros "Inteligencia Temperamental" y "Reflexionar es Avanzar". Mentor Acreditado por amces (Asociación Española de Mentoring y Coaching).

Desde tiempos inmemoriales, los seres humanos hemos usado máscaras. En cuevas prehistóricas, sobre escenarios griegos, en rituales tribales o en carnavales medievales, las máscaras han sido herramientas de expresión, protección y transformación. Pero más allá del objeto físico, la máscara es también una poderosa metáfora de nuestras vidas. Ocultamos partes de nosotros mismos para ser aceptados por «la tribu», para sobrevivir, para no ser juzgados.

La máscara como estrategia social y refugio emocional

La historia del uso de máscaras es también la historia de nuestra necesidad de adaptación. En muchas culturas, se usaban para transformarse en otro ser: un dios, un espíritu, un animal. Eran una forma de acceder a una fuerza que no se sentía disponible en el “yo” cotidiano. En la antigua Grecia, las máscaras del teatro permitían a los actores representar emociones y arquetipos humanos universales. En los carnavales, se adopta un rol efímero de ruptura de jerarquías y normas sociales, en una especie de catarsis. 

Más allá de ceremonias puntuales, en nuestro día a día, seguimos usando máscaras de forma habitual. No están hechas de madera, ni de cerámica, ni adornadas con llamativas plumas, pero son igual de eficaces. Nos ponemos la máscara del profesional eficiente, de quien puede con todo, del líder que siempre tiene respuestas. Ocultamos nuestra tristeza, nuestra sensibilidad, nuestra vulnerabilidad o incluso nuestra alegría exuberante. En el entorno laboral se ha valorado históricamente al individuo racional, enérgico, controlado. Y se han invisibilizado, cuestionado o directamente se han reprimido, los temperamentos más sensibles, más emocionales o sociables.

Carl Gustav Jung, uno de los grandes pioneros de la psicología moderna, habló de esa “máscara social” que usamos para interactuar con el mundo. Según Jung, necesitamos una parcela de nuestro «yo» interior para vivir en sociedad, pero si nos identificamos demasiado con ella, corremos el riesgo de perder contacto con nuestro «yo» más profundo.

Quienes poseen una naturaleza altamente empática, emocional o extrovertida, a menudo han aprendido a esconder esas cualidades para no parecer “débiles”, “infantiles” o “inestables”.

La era de la autenticidad y el valor de lo humano

La inteligencia artificial ha llegado para quedarse. Ya es mejor que nosotros en muchos ámbitos: fuerza de cálculo, análisis de datos, generación de contenido, planificación de objetivos. Puede escribir informes, traducir idiomas, detectar patrones… incluso liderar proyectos con lógica implacable.

Pero hay algo que todavía no puede hacer —y está a años luz de lograr—: sentir. No puede emocionarse, ni empatizar genuinamente. No puede establecer relaciones humanas profundas ni generar confianza desde lo auténtico. No puede disfrutar del arte, de una conversación sincera, de una risa compartida. Todo eso, sigue siendo nuestro.

Por eso, nos encontramos ante una situación tan novedosa como inedita,  donde la sensibilidad, la empatía, la reflexión y la amabilidad, entre muchas otras  cualidades de los seres humanos, han pasado en la actualidad a ser más necesarias que nunca. Han de  dejar de considerarse, de una vez por todas,  un impedimento para conseguir objetivos y alcanzar el éxito en los entornos laborales. Hemos de desterrar esa creencia tan arraigada, de no hacerlo  estariamos cometiendo un error descomunal. 

Enfocar desempeños teniendo como base la buena gestión emocional, la busqueda de equilibrio entre la diversidad temperamental que nos rodea, la escucha activa y respetuosa,…, se convierte en una gran ventaja competitiva.

Ha llegado el momento de dejar atrás la máscara del personaje que se esfuerza por agradar o sobrevivir, y abrazar al ser que disfruta, siente, ríe, se emociona y aporta valor desde lo más genuino.

En un mundo de «máquinas perfectas», nuestras «emociones imperfectas» se convierten en actos reivindicativos de la continuidad de la especie humana. 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *